Vaticinio y muerte
(Crónica de un ensueño aleccionador) - de Sebastian Torcisi
Endeble y vulnerable ante los embates del mar, danzaba mi nave como una ínfima partícula movida por fuerzas inexorables. Individualizada en la inmensidad de una tempestad que auguraba un fin latente. Suspendida en el vacío caótico, semejante a la contradicción primordial que dio origen al sujeto. Yo, náufrago errante montado sobre aquel corcel piafante que se debatía en su hora final, aferraba mi anhelo escupiendo un grito monstruoso, aterrador. Mi espíritu impío, hostil a la súplica y la oración, mantenía, sin embargo, una altivez propia del que elige perecer. Perecer en el vórtice mas negro y abismal, como es propio de las naturalezas plenas de vitalidad. Poseidón disponíase a devorar mi cuerpo, aunque algo me hacía inferir la intención benéfica que lo motivaba. Sentí allí un afán de fundir mi espíritu con la esencia misma del mundo; allí donde solo el poder armónico es capaz de morar. Donde no existe el flujo y reflujo de la realidad aparente, sino que solo es la pura Voluntad. En el punto cúlmine de la tragedia, donde el débil derrama lágrimas y el cordero crea dioses y mundos metafísicos en un intento absurdo de salvación, en aquél ápice de dolor, mi mente aceptó la muerte. Solo una imagen difusa en el firmamento. Una proyección, quizá ilusoria, pero ciertamente rebosante de saber, irrumpió desde el rugido mas cruel de la tormenta para ofrecerme un último don, una ultima ofrenda. El rostro de mi madre blanqueó la noche en un destello. Era un semblante extrañamente adusto: solo me observaba morir, pero no sufría por ello. Con la indiferencia de una divinidad pagana dirigió unas pocas pero firmes palabras antes de que las aguas apaguen mis latidos. Su voz, vaga pero clara a un tiempo, hicieron llegar a mis oídos la siguiente sentencia: -“¿Quieres que te otorgue a tu hijo?” Pero aquellas palabras traídas por el viento como una flecha eran mucho más que una simple sugerencia libre de ser aceptada o rechazada. Aquello era un imperativo, una orden, un decreto del destino. Mis manos temblorosas recibieron con gusto al cuerpo lívido de un niño que prorrumpió en llanto. La imagen se desvaneció en el cielo tragada por las sombras. Finalmente solo restó esperar que el devenir cumpla con su designio. Un padre y un hijo unidos al mismo destino trágico. El mundo se esfumaba. Mi fuerza vital comenzaba a menguar. Pero una voz volvió a ligarme a mi mero estado humano: - “Mueres, pero junto a tu hijo” En aquél momento comprendí todo. Aquellas palabras encerraban una sabiduría inaudita, el sentido de la vida y el universo mismo. Solo restó como epílogo proferir mi último réquiem: -“¡No existe mayor honor que morir junto a un hijo!”, exclamé.
Luego la oscuridad me abrazó para siempre.
Sebastián Ariel Torcisi
28 noviembre 2005
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario